hombre de piedra

El hombre de piedra

 

El hombre de piedra

 

Cuando ya el invierno entraba en su ocaso, y la primavera se alistaba para cumplir su obligación anual, se me ocurrió una idea:
-Quiero que mi nombre se recuerde por la eternidad –comenté–
-¿Y qué harás para lograrlo? –Preguntó Isabel con un tono satírico que acompañó de una mirada que exigía explicación–
-Algo se me ocurrirá –respondí mientras aspiraba un cigarrillo que ya anunciaba su fecha de caducidad–

Admito que era un hombre retraído, tímido y callado. Un misántropo empedernido que llevaba un aspecto digamos, poco convencional: pelo largo, uñas y ojos coloreados de negro, aretes de anclas y un sobre todo del mismo color que solía adornar con una chalina café. En definitiva, una apariencia que me hacía lucir como un ser emergido del mismo infierno. Isabel pareció haber visto en mí, algo que los demás no veían.

Éramos unidos, nos conocimos hace dos años y los tres hijos que procreamos eran la muestra palpable de nuestro quizás, extraño amor.

Esa misma noche, mientras todos se preparaban para entrar en su estado de trance nocturno, me encontré con una fotografía en la que figuraban mi esposa e hijos, seguida de un mensaje en el envés que decía: familia Portorreal. Me quedé viéndola por un largo rato y, una sonrisa que entreabría las puertas a mis desgastados dientes iluminó mi rostro, ¡De inmediato supe qué hacer!

En eso de la hora novena, me dirigí hacia mi alcoba, tomé una vieja sevillana que alojaba debajo de la almohada y sin pensarlo un segundo la clavé en la yugular derecha de Isabel, le di un beso en la frente y la dejé allí tirada: fría, helada, como un libro cerrado sin leer.

Acto seguido, me dirigí hacia donde estaban mis hijos y los maté uno por uno según el día en que habían nacido: a Ángela la maté a machetazos el martes, quien tuvo la suerte –o quizás la desgracia– de nacer el mismo día que su madre, oculté los cuerpos y aguardé hasta el jueves, donde maté a Ileana colgándola del techo con la chalina café, y a mi otro hijo, Erick, lo apuñalé al día siguiente sin compasión. Yo sabía que cada estocada esculpía mi propia estatua en el tiempo.

Ahora me encuentro en prisión, un calabozo es mi techo, no hay días claros para mí, no existe sol ni luna, ni siquiera sé si estoy vivo o no, pero, ¿Y qué?, si estoy muerto me recordarán y si estoy vivo, jamás me olvidarán.

 


En ese momento, Víctor dobló la hoja que estaba leyendo, la arrojó al mar y cigarrillo en mano se fue caminando, mientras su imagen aún permanece imborrable en la mente de una sociedad que, ahora solo camina movida, por querer hacer justicia.

Publicado en Narrativas.

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